miércoles, 1 de junio de 2011

Des-pedirse (Mi adiós, mi ancla)

Un ancla y un adiós son lo mismo al fin y al cabo. Una era de madera y hoy por hoy suele ser metálica; el otro es de viento y solía ser de cosas ciertas, cosas que se sienten.

La historia de mi ancla es la de una despedida. Y todas las despedidas suelen ser crueles, sucias, y despiadadas si es que son ciertas. Si son fingidas no hablamos de despedidas, hablamos del vacío del teatro.

Me explico.

Tú juegas a ser marino porque te han dicho que bajo las olas puedes enterrar todo, incluso el tiempo. Echas el ancla cuando te sientes quieto, cuando la sangre no tropieza una gota con otra y simplemente estás, no te paras a ser. Y pasa un tiempo, razonable o no. Un tiempo cuyos segundos no recordarás porque habrán pasado inadvertidos los unos de los otros: misma cara de tiempo, misma prisa, misma rutina (que no es otra que llegar fieles y puntuales a las doce y volcar la cabeza hacia abajo, para deslizarse de nuevo al seis y ponerse de pie, y de nuevo a las doce y otra vez cuesta abajo, como la sucia vorágine veinteañera de devorar pieles por costumbre. Subidas y bajadas. Up and down. La vida misma) Los segundos tienen cara de tiempo, sí, tiempo oscuro, monótono, aburrido como morder padrastros.

Y será cuando notes otra vez las cosas más deprisa, cuando los pies te pidan saltar y te llamen de otras porciones de tierra convenciéndote de que la que pisas no te pertenece...Será entonces decía, cuando leves el ancla y te des cuenta de que, efectivamente, al contrario de lo que pensabas, ha corrido el tiempo, han seguido pasando cosas allí abajo.

La piel de un tipo o la superficie del mar son lo mismo.

El ancla subirá llena de verde y marrón; acarreará moluscos pegados como adolescentes, algas, corales, conchas, arena. El tiempo no deja nada limpio, todo lo corroe. Entonces pensarás, será la primera vez en mucho tiempo. Detenidamente, sin prisa. Echarás la vista atrás, intentarás contar, recapitular, archivar.

Las despedidas. Asqueroso invento. Eso también lo pensarás.
Parece que fue ayer. Eso también.

Decía George Eliot (que en realidad era una mujer llamada Mary Anne Evans) que sólo en la agonía de despedirnos somos capaces de comprender la profundidad de nuestro amor. Y es que lo verdaderamente duro de decir adiós es que si no hemos estudiado arte dramático o no somos de corazón glaciar, aunque sólo sea por un instante estaremos obligados a ser nosotros mismos, mirarnos bien entre las tripas; y eso hay veces que duele. En la vorágine de los segundos que pasan y posan idénticos, empujándose y vistiendo igual, cantando el mismo tic tac, uno no suele detenerse a pensar por qué ésto y por qué aquello. Cuando nos detenemos a hacerlo estamos perdidos para siempre o salvados del todo.

Y nos podemos detener entonces a hacer sonrisas con cáscaras de nuez o lágrimas con trozos de plástico de juguetes desechados, pero decir adiós para siempre que es igual que morir y seguir atándonos los zapatos continuará siendo igual de difícil, igual de real, igual de cierto.

Adios. Hasta luego. Hasta nunca. La misma mierda necesaria.

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