jueves, 27 de agosto de 2009

El poder de la piel.

Todo ha resultado al revés y sin embargo me encanta. Hemos removido decenas de ruidos, millones de partículas de mezcalina y jirones de piel, todo por el mero hecho de sentirnos menos hueros, menos frágiles, más acompañados y de la mano. Mis pantalones y tu falda se han manchado con la misma arena, se han bañado con el mismo sudor, se han quitado con los mismos dientes pero en diferentes bocas. Desde aquel día en que supe que nuestras pieles eran piezas de un mismo puzzle, todo ha sido como lamer sandía o escuchar bossanovas en la azotea.

Hemos hecho lo típico: te he llevado a casa; hemos follado a la luz de la luna o al romper el alba; hemos hablado del pasado; hemos discutido sobre Almodóvar; te he hecho sudar con las manos; hemos escuchado Damien Rice a 130 por hora, y sin embargo no hemos comido un helado ni establecido protocolos de actuación por si alguno decide marcharse por la salida de emergencia.

Pienso y repienso en aquella noche. Tropezarnos fue algo tan causal como las ganas que he tenido de llamarte luego. Aquel día nos miramos como si fueramos los únicos con gafas de buceo en el lugar. La gente en derredor no reparó en todo lo que nos dijimos con las pestañas, en todos los secretos que en tan solo un chasquido de dedos se espachurraban ya en nuestros bolsillos. Aquel desierto de cuerpos no reparaba en que nosotros andábamos sembrando momentos con las yemas de los dedos.

Nadando en borbotones de sudor frío a diez metros bajo tierra, a doscientos metros sobre el nivel del mar, no importa: volvimos a mirarnos para no devolvernos los ojos, fotografiamos perfiles en sepia y hemos jurado no aplicarles color ni aun sirviendo como antiinflamatorio del olvido.

A partir de ese momento nos hemos sabido diferentes, distanciables, prescindibles pero sin embargo el recuerdo de la carne, el poder de la piel, el sabor del músculo mordido, siempre acaba llamando a la puerta, pidiendo paso atropellado, tirando al suelo todos los platos de la cocina.

Decir adios es suicidar nuestras propias visceras, por eso te riño comiéndote la boca cuando quieres marchar con tan solo un pie mientras con el otro permaneces dibujando nuestras iniciales en la arena. Decídete, haz así que me decida. ¿No crees que nos hemos engañado bastante?

Señorita, siento decirle que a estas alturas luchar contra la piel ya no sirve de nada...

miércoles, 12 de agosto de 2009

Oxalá, oxalá...

Oxalá desde el barrio de Alfama.

El Sol resbala por las pestañas color miel de Teresa como si se tratata de un niño revoltoso lanzándose por un tobogán. Se aferraba al marrón trigo de sus pómulos tostados, no quiere irse. La Luna es traición en cada cráter, la noche una puta sin ligueros.

A lo lejos, caras tristes como dos balas en el tobillo de una bailarina. Más cerca una guitarra y mucho más aún un ramo de flores que huele a la inocencia amoratada despeñada por el empedrado de la calle de la "Velha Chica". Nada volverá a ser como antes han escrito en la fachada de la casa de la señora Pontes.

Pianistas sin dinero apuestan sus dedos sobre una recia mesa de madera de roble, abren las manos, colocan las palmas hacia bajo sintiendo el frío y la certidumbre de que no tocarán a Bach como la última vez. Comienza el sonido del cuchillo clavándose de lleno: uno, dos, tres, cuatro y cinco, y vuelta a empezar. Comienza la ruleta, las apuestas, las risas, las pérdidas...

Un poco más arriba, desde donde tantos y tantos señalaron las galeras perderse en la neblina del atántico, los fados silabeados surgen de los labios cuarteados de aquellas mujeres que lloran al Tajo mientras tienden la ropa. Ellas jamás quisieron cambiar el mundo, tan sólo entenderlo.