domingo, 12 de septiembre de 2010

Hostilidades desde el trapecio

Dios se ha olvidado definitivamente de nosotros. Lo digo con rotundidad. Maldito tú dios y el mio si no son el mismo. Mi único dios es mi mano derecha apretando mi polla como si me la fueran a embargar por deber toneladas de amor al mundo.
Será por eso que últimamente me he aficionado a la escalada en carne viva. Quiero mirarle a los ojos y decirle que no me ha hecho ningún favor plausible, que todo aquello que se suponía mio por derecho propio, por sudarlo y abrazarlo, por desearlo y detestarlo, se me ha escapado por un sumidero y me ha dejado sólo dos o tres pelos de recuerdo, enroscados y mezclados con jabón, espuma de afeitar, pasta de dientes.
Hay latitudes del corazón, donde la única escapatoria posible a la quema y al deastre es trepar rascacielos con la lengua. Desde allí, desde lo más alto del trapecio, quizás puedas contemplar las cosas de otra manera, simplificarlas, reducirlas a cero. Es lo que muchos llaman: la insignificancia de las hormigas. Y lo que yo llamo: cagarse en todas las amapolas del mundo.

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Huellas