domingo, 18 de abril de 2010

878 kilómetros

La distancia que separaba A de B era de 878 kilómetros. Una linea recta, absurda y a priori atroz que separaba dos masas informes de tejido conjuntivo, músculos, nervios y sal.
En todo este tiempo nunca se hizo nada... o mejor dicho, nunca hice nada para acortarla. Quizás por esa creencia absurda y autoinstaurada de que si no nos movemos todo va a salir siempre bien o quizás por la más retrógrada creencia de que el pretérito perfecto simple del verbo amar nunca iba a llamar a mi puerta, ni siquiera en una tarde de domingo.
Pero ahora que es primavera y no deja de llover, ahora que todo ha cambiado, la distancia sigue siendo la misma aunque insalvable. No nos une nunca más una línea recta, un trayecto, un viaje con el codo fuera de la ventanilla. No nos une nunca más un recuerdo, ni tu pintalabios, ni una playa, ni cualquier foto, tipo de flor o canción.
En medio de ésta, ahora, linea curva, sólo hay árboles cruzados y avisos por derribo. Si miras en derredor verás millones de charcos con barcos hundidos a media proa, incendios en la trastienda de cualquier bazar, niños a los que el falta una pierna y ancianas a las que le falta el dolor.
Como ves, el espacio que ahora nos une deja de ser algo físico, se borra el recorrido. Hay un vacío con olor a gris, un pedazo amorfo de reproches, culpas, cobardías y sensaciones idiotas de que nadie jamás nos iba a robar el uno del otro. Nosotros y nuestra jodida apuesta de que siempre ibamos a permanecer siameses, como dos ingenuos amantes de archivo decimonónico.
Ahora que hay una J entre A y B, y se crea por ende una ecuación indescifrable que frena la colisión de dos cuerpos destinados al suicidio de su propio choque, sólo me queda decir que el estómago del miedo y de la memoria jamás tragará más utopías de plastilina, al menos no en mi nombre, no en el nombre de mi triste cobardía.

1 comentario:

Huellas