viernes, 15 de octubre de 2010

Niña no te vayas...

Tocan la armónica en los escalones del edificio. Uno de ellos taconea sin llevar muy bien el ritmo, el resto lo sabe, pero nadie dice nada. Un grito de luz púrpura azota el valle y el río languidece y se ahoga aún más en el cauce de barro y botellas rotas. Los días de otoño son como escupideras llenas de serrín y lejía en estas tierras. La densa calima todo lo puede, hasta las piedras, hasta las vértebras.
El sol extiende la mano y dice adios por la colina con forma de teta adolescente. El efecto de su brazo de luz hace que la colina, que no es otra cosa que un pinar casi yermo, parezca un gigante antebrazo adolescente con pocos vellos de punta azotados por el gran foco infrarrojo del gabinete del Doctor Sesmao. Para los más siniestros, parece la cabezota de Juanito, el niño pelirrojo que acude a radioterapia por un cáncer de huesos.
Ahora uno de ellos intenta golpear sus muslos con las palmas de las manos, al compás. Tampoco lo consigue. De repente pasa saltando Silvia, o más bien su pelo, que es una exhalación de trigo rubio o un tren de espuma dorada. La armónica calla. El sol se para. El río ya no corre. Todos miran al suelo.
Hay un silencio que dura lo que tarda un trueno en llegar de Acertuche alto a Majadahito.
El más avispado comienza a silvar para matar las ganas de huir, la noche y el frío que deja la falta de ruído. Se une rápidamente la armónica, otro a las palmas. Dos más taconean. Todos son un ritmo ya que suena a "primer beso en patio de jazmines, rodeado de cuadros costumbristas y tinajas de vino dulce".

Niña no te vayas, no me hagas nacer más.
No te vayas de la vera, no te hagas de extrañar.

Sírvete un buen ramo de claveles, ponte el delantal,
cocíname cosas lindas: tu mirada, tu danzar.


Es impresionante lo que ocurre cuando todos desean huir o amar (cosa que en estos valles viene a ser lo mismo), pero nadie quiere ser el primero en salir corriendo.

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