Despierto supongo, con la misma sensación de torpeza que un elefante tras ser sedado con un dardo. Mi cabeza parece querer expandirse y no encontrar más surcos cerebrales, ni recovecos donde aposentar su mierda neuronal inflamada. Somníferos, Tranxilium 50, o también llamados panteritas rosas, y auténtica ginebra Seagrams con 1724 Tonic water: mezcla brutal.
Tumbado en un sofá de cuero beige, desnudo, mi cuerpo pegajoso de verano hace el sonido de una ventosa cuando me desperezo. Estoy anquilosado parcialmente por mi vientre y el lateral derecho de mis undécima y duodécima costilla.
Un sonido de algodón de azúcar fluye por aquella estancia completamente blanca de techos tan altos que la lámpara central parece un orgía de cometas destelleantes. Aquel lugar es enorme pero a la vez de una pureza asfixiante que parece arinconarte las sienes.
Contengo una arcada, ahora me pica la garganta.
El orificio de mi ano molesta ligeramente, pero la zona que lo une a los testículos, esa que los ingleses llaman grundle, gooch, gouch o gleek (siempre me fascinaron estos jodidos anglosajones y sus suministros verbales) y que nosotros de manera devastadoramente sosa y locuaz llamamos perineo, parece ser taladrada con saña mediante un sacacorchos de frío acero.
Ahoa ahogo un grito, me suda la coronilla hasta el punto de resbalarme los pensamientos hasta el pecho.
Frente a mi, una chica asiática toca el piano. Permanece desnuda, presumo, pues el piano desde mi posición cubre casi todo su cuerpo menos su pechos y sus piernas gasta las rodillas. Creo que es una pieza no muy conocida de Satie, pero para este inculto oído bien podría ser una pieza de carne o de pasado.
Por un momento parece que no estuviera allí. El sonido del sofá al moverme se enmascara con las notas procedentes de sus dedos. Ella toca con los ojos cerrados. Huele a tabaco. Tras los grandes ventanales abiertos de par en par se ven unas laderas de roca. Estoy en el fin del mundo me digo.
Decido girarme y colocar mis pies en alto mientras coloco mi cabeza casi tocando el suelo para mirarle la entre pierna escondida que me oculta aquel gigante y negro mastodonte sonoro.
Completo el giro. Una especie de ansia voraz se apodera de mi mandíbula y mis maseteros en tensión aprietan los dientes chasqueando como esas trituradoras del grifo de toda cocina americana tras intriducirle un brazo humano que no ha hecho la comunión.
Abro los ojos con vehemencia. Un frontispicio de asombro se planta ante mi cara. Cierro, abro, cierro, abro, cierro con fuerza cuento hasta tres, abro los ojos con desesperación y los mantengo allí sin pestañear durante un tiempo biológico improbable. Me lloran como mecanismo reflejo, están secos. No los cierro más...Ojiplático comienzo a llorar, esta vez de manera voluntaria. Ahora toca Clair de Lune, esta si la reconozco...
Un pene de proporciones enormes descansa bajo el teclado del piano.
miércoles, 27 de octubre de 2010
lunes, 25 de octubre de 2010
La subclavia y el viaje del tiburón amputado
Dos picos de caballo como la cabeza de un fósforo directos a la subclavia...
Ves un japonés con cara de bueno y de nombre impronunciable (algo terminado en "moto", "sagua" o "saqui") cortar las aletas de un tiburón y lanzarlo burdamente al mar. El tiburón se convulsiona, pero al contrario de lo que pudiera parecer en un principio los espamos no son producto del dolor, se tratan de intentos de navegación. Como un submarino boicoteado el tiburón intenta propulasarse en el agua buscando un refugio donde morir con el orgullo al alza. Sin embargo cae, y he de decir que es una caída agónica y triste, como la de las hojas que pesan menos que un beso, como una gota de aceite escapando del agua en sentido inverso: lenta, mercúrica, pero inexorablemente al fondo.
Y aquí no sopla el viento pero sí lo hacen las corrientes.
Y aquí, al igual que el la superficie, siempre hay miles de pretendientes al trono deseando que mueras de la manera más trágica posible, porque mayor valor y relevancia tendrá la corona.
El tiburón, con todo su peso pero sin el poder de su cola es un títere de carne macilenta y picoteada que se bambolea de un lado a otro, como borracho por el hedor de su propia sangre. Un hilo de ésta une ya la pradera marina con la superficie lunar del agua estanca en una autovía de infierno, con cerezos en flor a cada lado de la carretera.
Una vez en la profundidad llena de cantos rodados el escualo intenta avanzar hacia la certidumbre de una muerte menos humillante, intenta buscar unas rocas donde esconderse. No lo conseguirá.
Estanco en medio de la inmensidad azul serpentea agónicamente, repta como una serpiente. Se ahoga en su propia sangre. Destroza toda su panza de blasfemar burbujas y apretarse fiero contra el suelo buscando impulso. Es un acto de impotencia. Como un preso que se china los brazos hasta el hueso al enterarse de que su mujer se folla a su mejor amigo, y no puede salir de allí para vengarse.
Una ralla danza vanagloríandose por encima de él y le caga encima con sorna.
Decenas de pequeños peces limpiadores como "garras rufas" se regocijan en un peeling impúdico de la piel de lija del tiburón, sin importarle o no el caché de la piel que se tragan.
El tiburón morirá. Nadie sabe si desangrado o de hambre. Y destaquemos que la sal ayuda a cicatrizar las heridas, pero a la misma vez aviva el dolor, sobre todo cuando se trata de pérdidas de inocencia u orgullo. Pero como iba diciendo, nuestro amigo morirá, eso es indudable, aunque lo hará con los mismos afilados e imponentes dientes, pero eso sí, sin su corona.
Y llorará...llorará horrores,porque parecerán haberse derretido dos icebergs del tamaño de la patagonia, pero sin embargo nadie podrá afirmar a ciencia cierta que lo hizo.
¿Saben por qué? porque no hay mejor manera de llorar escondido, que enmascarando las lágrimas en el salado fondo del mar.
Ves un japonés con cara de bueno y de nombre impronunciable (algo terminado en "moto", "sagua" o "saqui") cortar las aletas de un tiburón y lanzarlo burdamente al mar. El tiburón se convulsiona, pero al contrario de lo que pudiera parecer en un principio los espamos no son producto del dolor, se tratan de intentos de navegación. Como un submarino boicoteado el tiburón intenta propulasarse en el agua buscando un refugio donde morir con el orgullo al alza. Sin embargo cae, y he de decir que es una caída agónica y triste, como la de las hojas que pesan menos que un beso, como una gota de aceite escapando del agua en sentido inverso: lenta, mercúrica, pero inexorablemente al fondo.
Y aquí no sopla el viento pero sí lo hacen las corrientes.
Y aquí, al igual que el la superficie, siempre hay miles de pretendientes al trono deseando que mueras de la manera más trágica posible, porque mayor valor y relevancia tendrá la corona.
El tiburón, con todo su peso pero sin el poder de su cola es un títere de carne macilenta y picoteada que se bambolea de un lado a otro, como borracho por el hedor de su propia sangre. Un hilo de ésta une ya la pradera marina con la superficie lunar del agua estanca en una autovía de infierno, con cerezos en flor a cada lado de la carretera.
Una vez en la profundidad llena de cantos rodados el escualo intenta avanzar hacia la certidumbre de una muerte menos humillante, intenta buscar unas rocas donde esconderse. No lo conseguirá.
Estanco en medio de la inmensidad azul serpentea agónicamente, repta como una serpiente. Se ahoga en su propia sangre. Destroza toda su panza de blasfemar burbujas y apretarse fiero contra el suelo buscando impulso. Es un acto de impotencia. Como un preso que se china los brazos hasta el hueso al enterarse de que su mujer se folla a su mejor amigo, y no puede salir de allí para vengarse.
Una ralla danza vanagloríandose por encima de él y le caga encima con sorna.
Decenas de pequeños peces limpiadores como "garras rufas" se regocijan en un peeling impúdico de la piel de lija del tiburón, sin importarle o no el caché de la piel que se tragan.
El tiburón morirá. Nadie sabe si desangrado o de hambre. Y destaquemos que la sal ayuda a cicatrizar las heridas, pero a la misma vez aviva el dolor, sobre todo cuando se trata de pérdidas de inocencia u orgullo. Pero como iba diciendo, nuestro amigo morirá, eso es indudable, aunque lo hará con los mismos afilados e imponentes dientes, pero eso sí, sin su corona.
Y llorará...llorará horrores,porque parecerán haberse derretido dos icebergs del tamaño de la patagonia, pero sin embargo nadie podrá afirmar a ciencia cierta que lo hizo.
¿Saben por qué? porque no hay mejor manera de llorar escondido, que enmascarando las lágrimas en el salado fondo del mar.
jueves, 21 de octubre de 2010
Otoños desgravitados
No se por qué pero siempre que llega el otoño me acuerdo de las heridas del cielo y de los marcos de fotos vacíos...
La jaspeada piel de la memoria, las cicatrices del viento al azotar las palmeras de esta puta playa desierta que todo lo puede.
Cumunolimbos como gigantes salas de operaciones para nadadores de fondo se ciernen encima de los tejados.
Las hojas podridas en el lecho de los parques, en las suelas de los zapatos, en los felpudos, inundan con ese olor ocre y sordo todas y cada una de las reminiscencias del verano.
Las chicas sacan las botas altas, las bufandas de bolas, meten de nuevo a Cèline o a Jim Morrison en el bolso. Fuera no deja de sonar Noviembre.
Los desaliñados tipos con guitarra inundando las estaciones de metro, encharcando las vías de tren, los abandonados puestos de helados.
Los paraguas con una varilla rota .
Y todas esas cosas marrones que llenan los bolsillos y los tuétanos de los pibes desenamorados. Se llama "stuff" creo, o melancolía, o ganas de pasar página, o grises caramelos, o Kamikazes sin Sputnik Mon Amour.
Ahora que lo pienso, a ella le encantaban los jóvenes con guitarra ¿será por eso que me dejó por Bon Iver?
La jaspeada piel de la memoria, las cicatrices del viento al azotar las palmeras de esta puta playa desierta que todo lo puede.
Cumunolimbos como gigantes salas de operaciones para nadadores de fondo se ciernen encima de los tejados.
Las hojas podridas en el lecho de los parques, en las suelas de los zapatos, en los felpudos, inundan con ese olor ocre y sordo todas y cada una de las reminiscencias del verano.
Las chicas sacan las botas altas, las bufandas de bolas, meten de nuevo a Cèline o a Jim Morrison en el bolso. Fuera no deja de sonar Noviembre.
Los desaliñados tipos con guitarra inundando las estaciones de metro, encharcando las vías de tren, los abandonados puestos de helados.
Los paraguas con una varilla rota .
Y todas esas cosas marrones que llenan los bolsillos y los tuétanos de los pibes desenamorados. Se llama "stuff" creo, o melancolía, o ganas de pasar página, o grises caramelos, o Kamikazes sin Sputnik Mon Amour.
Ahora que lo pienso, a ella le encantaban los jóvenes con guitarra ¿será por eso que me dejó por Bon Iver?
viernes, 15 de octubre de 2010
Niña no te vayas...
Tocan la armónica en los escalones del edificio. Uno de ellos taconea sin llevar muy bien el ritmo, el resto lo sabe, pero nadie dice nada. Un grito de luz púrpura azota el valle y el río languidece y se ahoga aún más en el cauce de barro y botellas rotas. Los días de otoño son como escupideras llenas de serrín y lejía en estas tierras. La densa calima todo lo puede, hasta las piedras, hasta las vértebras.
El sol extiende la mano y dice adios por la colina con forma de teta adolescente. El efecto de su brazo de luz hace que la colina, que no es otra cosa que un pinar casi yermo, parezca un gigante antebrazo adolescente con pocos vellos de punta azotados por el gran foco infrarrojo del gabinete del Doctor Sesmao. Para los más siniestros, parece la cabezota de Juanito, el niño pelirrojo que acude a radioterapia por un cáncer de huesos.
Ahora uno de ellos intenta golpear sus muslos con las palmas de las manos, al compás. Tampoco lo consigue. De repente pasa saltando Silvia, o más bien su pelo, que es una exhalación de trigo rubio o un tren de espuma dorada. La armónica calla. El sol se para. El río ya no corre. Todos miran al suelo.
Hay un silencio que dura lo que tarda un trueno en llegar de Acertuche alto a Majadahito.
El más avispado comienza a silvar para matar las ganas de huir, la noche y el frío que deja la falta de ruído. Se une rápidamente la armónica, otro a las palmas. Dos más taconean. Todos son un ritmo ya que suena a "primer beso en patio de jazmines, rodeado de cuadros costumbristas y tinajas de vino dulce".
Niña no te vayas, no me hagas nacer más.
No te vayas de la vera, no te hagas de extrañar.
Sírvete un buen ramo de claveles, ponte el delantal,
cocíname cosas lindas: tu mirada, tu danzar.
Es impresionante lo que ocurre cuando todos desean huir o amar (cosa que en estos valles viene a ser lo mismo), pero nadie quiere ser el primero en salir corriendo.
El sol extiende la mano y dice adios por la colina con forma de teta adolescente. El efecto de su brazo de luz hace que la colina, que no es otra cosa que un pinar casi yermo, parezca un gigante antebrazo adolescente con pocos vellos de punta azotados por el gran foco infrarrojo del gabinete del Doctor Sesmao. Para los más siniestros, parece la cabezota de Juanito, el niño pelirrojo que acude a radioterapia por un cáncer de huesos.
Ahora uno de ellos intenta golpear sus muslos con las palmas de las manos, al compás. Tampoco lo consigue. De repente pasa saltando Silvia, o más bien su pelo, que es una exhalación de trigo rubio o un tren de espuma dorada. La armónica calla. El sol se para. El río ya no corre. Todos miran al suelo.
Hay un silencio que dura lo que tarda un trueno en llegar de Acertuche alto a Majadahito.
El más avispado comienza a silvar para matar las ganas de huir, la noche y el frío que deja la falta de ruído. Se une rápidamente la armónica, otro a las palmas. Dos más taconean. Todos son un ritmo ya que suena a "primer beso en patio de jazmines, rodeado de cuadros costumbristas y tinajas de vino dulce".
Niña no te vayas, no me hagas nacer más.
No te vayas de la vera, no te hagas de extrañar.
Sírvete un buen ramo de claveles, ponte el delantal,
cocíname cosas lindas: tu mirada, tu danzar.
Es impresionante lo que ocurre cuando todos desean huir o amar (cosa que en estos valles viene a ser lo mismo), pero nadie quiere ser el primero en salir corriendo.
miércoles, 13 de octubre de 2010
Cuestiones atemporales
Sobrevivo a base de pasta y arroz como con dieciocho, aunque lo peor es vivir echando de menos con el mismo alma enclenque de los dieciseis. Acudo a bares de jevis y no bebo cerveza a granel, me pido una copa, ron para más inri, ni siquiera güisqui; me acodo en la barra mientras los demás agitan brutalmente el cuello, mientras se desmelenan y aplastan contra el suelo sus pesadas botas de cuero... Yo espero tranquilo, muy tranquilo, sólo quiero que suenen los Scorpions...
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