miércoles, 30 de junio de 2010
Momentos imperfectos. Parte 1.
Se llevó la guitarra y con ella las canciones, aunque me dejó las cuerdas, no se si con el cruel propósito de que al recordarla me decidiera a estrangular mi propia polla.
viernes, 25 de junio de 2010
Palabras (no existen formulaciones lógicas que exprensen el sentimiento de añoranza en toda su magnitud)
He escrito y borrado ya más de diez veces el mismo párrafo pero con diferentes letras, y es que en ocasiones, uno simplemente no encuentra la forma o bien se le escapan las palabras...
Se tiene la certeza de que las palabras habitan en nuestra lengua, pero la mayoría de las veces somos incapaces de transformarlas en otra cosa que no sea una mezcolanza absurda de dolor sordo, añoranza y restos de tripas. Los remolinos de saliva se tragan todas y cada una de las buenas intenciones, a veces hasta el pasado, las flores y todas las cosas dulces que se pueden pensar en una tarde de verano con una cerveza fría. Las letras ruedan de uno a otro lado, como en una cruel atracción de feria, pegándose al paladar, quedándose a dormir la siesta entre los dientes. La amalgama de sonidos impronunciables es ahora un chicle pastoso más que masticado, un trozo de goma sin sabor que da vueltas y vueltas como un viejo calcetín dentro del tambor de la lavadora.
El viejo búnker de la piel en que se han convertido los cuerpos y el hermetismo de sus putas bocas. La falta de corrientes de aire que crucen de boca a boca, la ausencia de frases y fresas a medias. Nadie encuentra hoy mensajes en botellas en ninguna maldita playa.
No exagero si digo que se están cargando el mundo (yo el primero), porque nadie tiene nada que decir del presente y mucho menos del pasado. Diez kilómetros a la redonda y sólo encontrarás tres tipos que hablen con las raices de las cosas saliéndole de la garganta: un borracho, un loco y un niño.
Yo que hasta ahora he hablado como una maceta llena de flores, contribuyo ahora también, y sin saber muy bien por qué, a destrozar la superficie del suelo y del cielo, a enterrar con mercurio los escondites más reconditos de la piel y los recovecos menos irrigados del cerebro. No temo a quedarme sin suelo donde atornillar mis pies, ni mucho menos. Se trata sin embargo de un atroz miedo de acabar vacío, no tenerme cuando todo esto acabe y no existan las frases adecuadas para echar de menos.
La destrucción de uno mismo llega cuando hemos tragado tantas redes y tanto estiercol que no podemos ni siquiera vomitar o cagar tranquilos nuestro odio y nuestro pasado sin sentirnos culpables.
No se si me sigues, pero las palabras son las culpables de todo, y su culpabilidad no es otra que la de su ausencia cuando más las necesitamos. ¿por qué siempre dejáis que me pudra cuando más deseo librarme de mis duelos?
Una vez más, como ves, soy incapaz de describir lo que significa echaros a las dos de menos-***
Se tiene la certeza de que las palabras habitan en nuestra lengua, pero la mayoría de las veces somos incapaces de transformarlas en otra cosa que no sea una mezcolanza absurda de dolor sordo, añoranza y restos de tripas. Los remolinos de saliva se tragan todas y cada una de las buenas intenciones, a veces hasta el pasado, las flores y todas las cosas dulces que se pueden pensar en una tarde de verano con una cerveza fría. Las letras ruedan de uno a otro lado, como en una cruel atracción de feria, pegándose al paladar, quedándose a dormir la siesta entre los dientes. La amalgama de sonidos impronunciables es ahora un chicle pastoso más que masticado, un trozo de goma sin sabor que da vueltas y vueltas como un viejo calcetín dentro del tambor de la lavadora.
El viejo búnker de la piel en que se han convertido los cuerpos y el hermetismo de sus putas bocas. La falta de corrientes de aire que crucen de boca a boca, la ausencia de frases y fresas a medias. Nadie encuentra hoy mensajes en botellas en ninguna maldita playa.
No exagero si digo que se están cargando el mundo (yo el primero), porque nadie tiene nada que decir del presente y mucho menos del pasado. Diez kilómetros a la redonda y sólo encontrarás tres tipos que hablen con las raices de las cosas saliéndole de la garganta: un borracho, un loco y un niño.
Yo que hasta ahora he hablado como una maceta llena de flores, contribuyo ahora también, y sin saber muy bien por qué, a destrozar la superficie del suelo y del cielo, a enterrar con mercurio los escondites más reconditos de la piel y los recovecos menos irrigados del cerebro. No temo a quedarme sin suelo donde atornillar mis pies, ni mucho menos. Se trata sin embargo de un atroz miedo de acabar vacío, no tenerme cuando todo esto acabe y no existan las frases adecuadas para echar de menos.
La destrucción de uno mismo llega cuando hemos tragado tantas redes y tanto estiercol que no podemos ni siquiera vomitar o cagar tranquilos nuestro odio y nuestro pasado sin sentirnos culpables.
No se si me sigues, pero las palabras son las culpables de todo, y su culpabilidad no es otra que la de su ausencia cuando más las necesitamos. ¿por qué siempre dejáis que me pudra cuando más deseo librarme de mis duelos?
Una vez más, como ves, soy incapaz de describir lo que significa echaros a las dos de menos-***
martes, 15 de junio de 2010
Con mordaza y ambos fémures en estado de hibernación
Hoy, mientras conducía de vuelta a casa me he dado cuenta de que he pasado meses sin escuchar las canciones. No he comido. Nada de oler flores, gasolina o momentos del horno. Nada de caricias al dálmata de la vecina. No he besado las copas llenas, mucho menos las vacías. Ni siquiera he soñado con dejar la saliva dentro de una matriz en carne viva, o los deseos tras un esfuerzo de ósmosis dentro de la raíz arco-iris de las miradas del sol y las cosas vivas.
Han sido meses donde únicamente he metido cosas en mi cuerpo, cosas de distintas texturas, cosas audibles, paladeables, tangibles, incongruentes y retorcidas, cosas y más cosas que han pasado por dentro de mi como cuando uno atraviesa un pueblo de verano en pleno invierno con el viento silvante arrancando hasta los nudillos de las palmeras.
Las cosas han pasado sin que nos de tiempo a recapitular... como si nos hubieramos pasado todo este tiempo mirando las mismas figuras sin sentido del pupitre pintarrajeado de un chaval que repite curso aún siendo más listo que los propios profesores. Es una sensación metálica.
Un subterfugio en el escritorio.
Han sido meses donde únicamente he metido cosas en mi cuerpo, cosas de distintas texturas, cosas audibles, paladeables, tangibles, incongruentes y retorcidas, cosas y más cosas que han pasado por dentro de mi como cuando uno atraviesa un pueblo de verano en pleno invierno con el viento silvante arrancando hasta los nudillos de las palmeras.
Las cosas han pasado sin que nos de tiempo a recapitular... como si nos hubieramos pasado todo este tiempo mirando las mismas figuras sin sentido del pupitre pintarrajeado de un chaval que repite curso aún siendo más listo que los propios profesores. Es una sensación metálica.
Un subterfugio en el escritorio.
domingo, 6 de junio de 2010
Quién tiene la cuerda de mi peonza...
Son las ocho de la tarde, Split huele a pescado fresco y restos de calabaza. Estoy sentado junto al palacio diocleciano, observando. Siempre me fascinó el "people watching" sobre todo cuando estás en paises que no son el tuyo, en lugares que jamás te pertenecieron ni siquiera un poquito, ni por asomo. Quizás sea un defecto pecar de observador de lo ajeno cuando tengo mi propia piscina llena de escombros.
Un sol de justicia sigue atravesando el cerebro de las nubes. Yo podría decir que odio a todos aquellos que aún a día de hoy siguen afirmando que la escopeta de Hemingway se disparó sola...pero no, prefiero odiar a todos aquellos que sienten pena por mi, a todas y cada una de esas tías que me han dejado sin cerveza fría la nevera. Pero la sensación de odio no es mayor que la de alivio en estos momentos. Sí, lo sé, es una mezcla rara, agua y aceite.
El alivio de haber escapado, o de estar apunto de hacerlo. El alivio de tenerme de nuevo sólo a mi mismo, abandonado y desnudo en mi balcón con una copa de vino y pensando en azul, en verde o en sal.
Todos los veranos desde que tengo uso de razón es la misma historia: algo acaba, algo empieza, un gran cambio.
No dejamos de ser objetos inocentes predestinados al mimso error mecánico, una y otra vez. Ahora vendrá el día en el que me zambullo en la fría piscina o rompo una ola con el pecho para creerme que tengo el poder y la capacidad de decidir, pensando que nada me afecta...serás gilipollas. Te sabes el rito de memoria. Lo has hecho tantas veces, y tantas otras has fracasado, que podrías incluso narrar con pelos y señales a que sabe la derrota cuando te das cuenta de que no eres capaz de controlarlo todo, porque sencillamente no tienes el control sobre ti mismo.
¿Te conoces? No lo suficiente.
Porque...sí, es siempre la misma historia, la misma piedra, y nunca aprendes.
Un tipo solo por decisión propia que se cree capaz de estar cómodo así para siempre. El alivio de la soledad extrañada; una buena trampa.
En el fondo siempre es como rebobinar una película: los miedos y el infinito dulzor del verano que empieza a retorcer un poco las tripas.
Dese hace tiempo ya, no me cuesta reconocerlo. Aquí me tienes, con ese gran temor, mi mayor pesadilla: perder mis frases, más que perder el último tren.
No tener a nadie que vuelva a hilvanar las venas tras una sesión de marionetas. Es un juego aburrido ese de perder por norma.
Casi tantas ideas como kilómetros (sólo algunas menos) se agolpan en la cabeza jungando al squash y deseosas de salir por algún orificio, a poder ser por la boca y en forma de poema, blasfemia o gargajo, todo, claro está, dependiendo del destinatario.
Estos días pocas son las flemas y las palabrotas que he de soltar. Una sensación de aguda frescura se apoya en mis hombros como cajas de frigopies. Pero lo más curioso de todo es que parece ser un final y sin embargo todo está empezando. Es cierto eso de los ciclos y no es menos cierto aquello del movimiento, del flujo de la energía.
Nuestras vidas son locas y jodidas peonzas, y lo peor de todo es que casi siempre los paisajes o las mujeres tienen la cuerda para seguir lanzándolas.
Un sol de justicia sigue atravesando el cerebro de las nubes. Yo podría decir que odio a todos aquellos que aún a día de hoy siguen afirmando que la escopeta de Hemingway se disparó sola...pero no, prefiero odiar a todos aquellos que sienten pena por mi, a todas y cada una de esas tías que me han dejado sin cerveza fría la nevera. Pero la sensación de odio no es mayor que la de alivio en estos momentos. Sí, lo sé, es una mezcla rara, agua y aceite.
El alivio de haber escapado, o de estar apunto de hacerlo. El alivio de tenerme de nuevo sólo a mi mismo, abandonado y desnudo en mi balcón con una copa de vino y pensando en azul, en verde o en sal.
Todos los veranos desde que tengo uso de razón es la misma historia: algo acaba, algo empieza, un gran cambio.
No dejamos de ser objetos inocentes predestinados al mimso error mecánico, una y otra vez. Ahora vendrá el día en el que me zambullo en la fría piscina o rompo una ola con el pecho para creerme que tengo el poder y la capacidad de decidir, pensando que nada me afecta...serás gilipollas. Te sabes el rito de memoria. Lo has hecho tantas veces, y tantas otras has fracasado, que podrías incluso narrar con pelos y señales a que sabe la derrota cuando te das cuenta de que no eres capaz de controlarlo todo, porque sencillamente no tienes el control sobre ti mismo.
¿Te conoces? No lo suficiente.
Porque...sí, es siempre la misma historia, la misma piedra, y nunca aprendes.
Un tipo solo por decisión propia que se cree capaz de estar cómodo así para siempre. El alivio de la soledad extrañada; una buena trampa.
En el fondo siempre es como rebobinar una película: los miedos y el infinito dulzor del verano que empieza a retorcer un poco las tripas.
Dese hace tiempo ya, no me cuesta reconocerlo. Aquí me tienes, con ese gran temor, mi mayor pesadilla: perder mis frases, más que perder el último tren.
No tener a nadie que vuelva a hilvanar las venas tras una sesión de marionetas. Es un juego aburrido ese de perder por norma.
Casi tantas ideas como kilómetros (sólo algunas menos) se agolpan en la cabeza jungando al squash y deseosas de salir por algún orificio, a poder ser por la boca y en forma de poema, blasfemia o gargajo, todo, claro está, dependiendo del destinatario.
Estos días pocas son las flemas y las palabrotas que he de soltar. Una sensación de aguda frescura se apoya en mis hombros como cajas de frigopies. Pero lo más curioso de todo es que parece ser un final y sin embargo todo está empezando. Es cierto eso de los ciclos y no es menos cierto aquello del movimiento, del flujo de la energía.
Nuestras vidas son locas y jodidas peonzas, y lo peor de todo es que casi siempre los paisajes o las mujeres tienen la cuerda para seguir lanzándolas.
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